<p class=»ue-c-article__paragraph»>Un <i>yokochó </i>es un bar muy pequeño, de seis metros y medio por dos y medio. A veces, los <i>yokochós </i>son sitios aún más mínimos, miden dos y medio por dos y medio y ya está. Tienen una barra, entre cuatro y 10 taburetes y, como mucho, un lavabo. A menudo ponen jazz o rock antiguo aunque el camarero no hable inglés. Ese camarero puede ser más amistoso de lo que parece al principio. Los <i>yokochós </i>están en barrios de Tokio de casitas bajas y exentas, en calles muy estrechas (hay tramos de 1,8 metros de ancho). A veces, hay <i>yokochós </i>montados unos encima de otros: un barecito está en el bajo y otro está en la planta de arriba. Quien no haya estado nunca en Tokio pero haya visto <i>Tokyo Vice</i>, la serie de HBO, reconocerá el modelo: es el tipo de bar que el personaje del periodista estadounidense tiene debajo de su estudio, <strong>el sitio en el que se emborracha después de algún día de humillaciones </strong>en el periódico y el que queda con su medio-novia medio-prostituta.</p>
‘Tokio emergente: diseñar la ciuda espontánea’ explica qué hizo de la capital japonesa un lugar insólito, lleno de esquinas íntimas, de lugares propicios para socializar y de zonas grises que no deberían funcionar como ciudad… pero funcionan
Un yokochó es un bar muy pequeño, de seis metros y medio por dos y medio. A veces, los yokochós son sitios aún más mínimos, miden dos y medio por dos y medio y ya está. Tienen una barra, entre cuatro y 10 taburetes y, como mucho, un lavabo. A menudo ponen jazz o rock antiguo aunque el camarero no hable inglés. Ese camarero puede ser más amistoso de lo que parece al principio. Los yokochós están en barrios de Tokio de casitas bajas y exentas, en calles muy estrechas (hay tramos de 1,8 metros de ancho). A veces, hay yokochós montados unos encima de otros: un barecito está en el bajo y otro está en la planta de arriba. Quien no haya estado nunca en Tokio pero haya visto Tokyo Vice, la serie de HBO, reconocerá el modelo: es el tipo de bar que el personaje del periodista estadounidense tiene debajo de su estudio, el sitio en el que se emborracha después de algún día de humillaciones en el periódico y el que queda con su medio-novia medio-prostituta.
Zakkyo, en cambio, es una especie de gran almacén disfuncional de entre seis y 10 plantas. Sus parcelas son largas y estrechas, sus fachadas están llenas de carteles y de neones y aparecen en sucesión en avenidas con más tráfico. En cada planta hay un comercio diferente: una academia de idiomas, una sala de recreativos, una tienda de discos, una discoteca, una oficina de detectives privados, un taller de reparaciones de móviles… A veces hay hasta viviendas. Quien necesite un ejemplo reconocible, que piense en Bill Murray, cuando llega a Tokio en limusina en las primeras escenas de Lost in Translation. Los vidrios de su coche reflejan las luces de los edificios zakkyo. Y cuando canta More Than This en un karaoke junto a Scarlett Johansson, también está en un zakkyo.
Shótengai, por último, es una callecita comercial que atraviesa un barrio de casas bajas. Su trazado tiende a ser recto pero con no muchísimo rigor. Las tiendas son de proximidad y los dueños y los clientes también. El paisaje está hecho de construcciones de una o dos alturas, muy sencillas, casi precarias. No hay arbolado pero sí que hay plantas que ponen los vecinos. El trato suele ser amable y los precios, bajos. A menudo, esos barrios de bajas alturas pero altas densidades están rodeados de edificios mucho más altos que dan a las avenidas principales, de modo que funcionan como las superislas de Barcelona. Otra referencia tomada del cine: muchas películas de Kore Eda ocurren en escenarios así.
Shótengais, zakkyos y yokochós son parte de la materia con la que está hecho Tokio emergente; diseñar la ciudad espontánea. El ensayo de Jorge Almazán (editado por Satori) es un libro de urbanismo y está lleno de planos y de datos dispuestos en esquemas e incluso tiene un objeto de estudio y de aplicación práctica, pero se lee como un texto casi poético porque habla de asuntos como la intimidad, la soledad o la belleza.
Almazán es arquitecto. Nació en Alicante, estudió en Madrid y se marchó a vivir a Japón en 2003, aunque nunca ha dejado de ir y venir. En Tokio emergente responde a tres preguntas. Uno, por qué Tokio es como es, por qué existen esos bares mínimos y esas discotecas en la planta ocho. Dos, en qué consiste el encanto de una ciudad así, que no es Florencia ni Granada, que no tiene mucha arquitectura monumental, pero que fascina a millones de personas, nativos, visitantes, turistas y cinéfilos. Y tres, cómo de difícil va a ser mantener este tipo de ciudad en un mundo en el que la concentración del capital va en contra de su lógica.
Uno: ¿por qué es Tokio como es? Almazán describe en Tokio emergente un urbanismo nacido de las ruinas, de la supervivencia. «Hay una circunstancia clara: la guerra y la destrucción. Tokio ya fue destruida en el gran terremoto de Kanto, de 1923. Después, los bombardeos incendiarios de 1945 volvieron a destruir la ciudad. Y siempre ha existido de la amenaza de los terremotos y de los incendios que vienen detrás. En 1945, los tokiotas no esperaban de las autoridades que actuaran y reconstruyeran sus barrios. Su disposición era tomar ellos mismos la iniciativa, organizarse espontáneamente«, explica el autor.
Un ejemplo: en 1945, como no había tiendas, apareció el mercado negro y sus puestos efímeros que acabaron por normalizarse en forma de yokochós en los años 50 y 60. «Hay circunstancias azarosas: los ocupantes de Japón fueron estadounidenses y trajeron la idea de la propiedad privada como valor supremo. O sea que se unieron la tradición de la informalidad y de la autoconstrucción con un marco normativo que defendía mucho la propiedad. La gente hizo suya ese sentido de la propiedad, del pequeño terruño que era lo que les daba identidad, aunque fuera un solar muy pequeño. La democracia estaba asociada a la propiedad privada. Antes de la guerra, todo era propiedad del emperador».
Aparecieron las palabras democracia y marco normativo. «La arquitectura siempre va de explotar las zonas grises, porque ahí está la oportunidad para la creatividad. Y toda las leyes tienen zonas grises. Las de Japón especialmente. Hay mucha flexibilidad, se prevén las micronegociaciones. Cuando la norma no lo fija todo, los vecinos hablan, negocian cosas como ‘¿te importa si abro una ventana aquí?’, sin esperar a que un juez lo resuelva», explica Almazán.
En su libro aparece una idea muy interesante: Tokio es como es tambiém porque Japón renació en los años 40 como una sociedad muy igualitaria. «Tokio era muy igualitaria al renacer, en eso estoy de acuerdo. Y los japoneses se siguen percibiendo así, aunque desde los 80 ese dea un mito. El cambio que se ha dado en todo el mundo ocurre aquí. Esta es una sociedad con ganadores y perdedores. No se ve tanto como en otros países pero está. Ha desaparecido el viejo pudor por la opulencia. Y eso también se nota en la normativa urbanística». Hablaremos al respecto en el punto tres.
Antes, el punto dos. ¿Qué placeres ofrece Tokio que no ofrezcan otras ciudades del mundo? «Tokio ha combinado el crecimiento masivo con la vida íntima de las comunidades pequeñas. Si vamos a los barrios densos de baja altura, esa vida de barrio existe, se percibe pronto. Vas dos veces a una tienda y ya te saludan y te preguntan. La imagen del japonés frío se deshace en ese momento. Esta es gente muy consciente de la vida en común y de la ayuda mutua. Y eso ocurre en una ciudad inmensa. En los yokochós pasa lo mismo. Uno se siente cómodo porque la norma social se aligera, es un lugar neutro en el que nadie es juzgado. Ocurre que un desconocido te cuenta su vida y que hay una conexión humana que parece difícil en las grandes ciudades. En Tokio hay muchos placeres que no están en la arquitectura monumental sino en la vivencia íntima».
«También es una ciudad de comercio y de compras. Por raro que sea un producto, hay cientos de tiendas especializadas pero el consumismo no es una presión invasiva. Uno puede elegir, hay ofertas complementarias y muy cercanas. En la calle principal está la cafetería cara de franquicia y a la vuelta está el kissaten, el café en el que atiende una señora de 90 años, y está el ramen en el que se come barato. No es una ciudad cara», dice Almazán.
Y eso incluye la tradición de los barrios rojos. «Funcionan con una lógica de tolerancia pragmática. Edo [el Tokio imperial previo a la reforma Meji de 1868] tenía barrios rojos y una política de tolerancia que ha tenido continuidad. Todo está basado en las zonas grises de las que hablábamos antes: existe una definición de prostitución y eso permite que cualquier pequeña variación sobre lo que está en la ley pase el listón. Lo interesante es que la ciudad ha aceptado que tiene que tener zonas liminales. Zonas en las que se suspenden las normas sociales y las personas se liberan de sus presiones sociales. Ojo: una zona liminal también es un barrio en el que se sale de noche en cualquier ciudad de España. Aquí está llevada más hasta el límite».
¿Es un modelo que vaya a desaparecer en un mundo en el que todo se iguala? «No lo sé. Creo que no. Los barrios rojos aparecen y desaparecen, mutan, los encuentras sin buscarlos. Kabukichó, en Shinjuku, es un barrio rojo que aparece en las guías de turismo y en el que ha empezado un proceso para sustituir el tejido de comercios y bares que bordean la prostitución por torres. Creo que es un sitio demasiado céntrico y que es embarazoso para las autoridades. ¿Desaparecerá? Puede pero resurgirá en seguida en otros sitios».
Y, por fin, el punto tres: ¿tiene futuro ese modelo de urbanismo que no debía funcionar pero funciona en el mundo de 2025? Almazán describe en su libro la manera en que las grandes empresas inmobiliarias compran los suelos de los barrios de las casitas bajas para hacer grandes desarrollos con la complicidad de las administraciones. Pero recuerda que también hay noticias que van en la dirección contraria.
Por ejemplo: en las calles de Tokio nunca ha habido bancos ni terrazas ni mobiliario que animara a los tokiotas a pasar sus tardes en la calle. Sin embargo, los vecinos cada vez demandan más esa amabilidad callejera. «Todo lo que se diga de Japón es demostrable y falsable a la vez. La hostilidad y la amabilidad, la idea del gregarismo y la del individualismo, el autoritarismo y el anarquismo. Su sociedad está atravesada por las mismas lógicas que nos atravesaron a nosotros. En España también hubo anarquismo y hubo dictadura militar. En Japón, la posguerra fue individualista, alocada, increíblemente libre… A nivel cultural, la libertad fue mayor hasta los 70 que en 2025″, dice el autor.
¿Entonces, la hostilidad de esas calles sin bancos? «No creo que haya que responder en términos culturales, con frases del tipo ‘los japoneses controlan el espacio público porque son una sociedad autoritaria o gregaria’. El libro no lo hace, por lo menos. Busco en el marco legal. Hay una circunstancia: no existe la policía local. Piense en España: el alcalde de Alicante monta la mascletá y ¿qué hace? Llama a la policía local para que le cierre el tráfico. En Japón eso no existe, sólo está la policía nacional que a menudo deniega a los alcaldes los permisos, porque su función legal es dar preferencia al tráfico de vehículos y peatones. Busque en los reglamentos. No diferencian calle y carreteras. A mí me parece que todo eso es un inconveniente, que está mal, pero son circunstancias, no son esencias. Y la gente joven intenta cambiar el sistema y flexibilizar el uso de las calles contra una inercia legal que lleva 60 años».
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