La isla de las tentaciones: ¿dónde termina la basura y empieza el arte?

<p>Algo está pasando con <i>La isla de las tentaciones</i>. Cada programa obtiene entre tres y cuatro millones de espectadores únicos. Es <i>trending topic </i>con una constancia que ya quisiera mi aparato digestivo.<strong> Grupos de WhatsApp públicos reúnen a cientos de extraños</strong> semanalmente para comentar los episodios.</p>

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 Si las latas de mierda de Piero Manzoni se venden por cientos de miles de euros, yo puedo disfrutar de La isla de las tentaciones. Y si tanto te indigna, a lo mejor es que no has pillado el chiste.  

Algo está pasando con La isla de las tentaciones. Cada programa obtiene entre tres y cuatro millones de espectadores únicos. Es trending topic con una constancia que ya quisiera mi aparato digestivo. Grupos de WhatsApp públicos reúnen a cientos de extraños semanalmente para comentar los episodios.

Es vulgar y un entretenimiento efímero y es lo mejor que me ha pasado en la vida. Lo digo con exactamente cero complejos. Este año han cambiado el formato y ahora dan tres programas por semana, lo cual quiere decir que paso unas 16 horas al mes viendo a muchachos cometer infidelidades e indignarse por las infidelidades que cometen sus parejas. Esquivo espóileres como solo había hecho con series del calibre de Juego de tronos. Soy feliz.

La isla suscita mucha ira entre personas que no la ven. «Debería ser ilegal», decretó una amiga (la cual posteriormente intentó hacerme espóileres). «¿Cómo puedes ver eso? Pensé que eras lista«, me dijo otra. Y aquí es donde impongo mis límites. Entiendo la controversia de disfrutar viendo a personas humillarse en televisión -es algo que harían los padres de Matilda cuando no están cometiendo estafas de vehículos- pero que me acusen de tonta hace que me pregunte si los fervientes detractores del programa creen que lo vemos como guía espiritual o ejemplo a seguir. «Así va el país», dicen muchos, porque supongo que o te entretiene el cotilleo soez o podrías estar salvando a España de sí misma, pero nunca ambas simultáneamente.

La isla es autoparodia. Con sus montajes que ni Christopher Nolan, Sandra Barneda andando hacia la hoguera como Galadriel, las chicas gritando «el cielo está llorando por ti» en medio de una tormenta tropical al son de La perla de Rosalía, los chicos explicando que está totalmente justificado su coito en el jacuzzi porque «he hecho lo que he sentido en todo momento». Si el reality show es arte postmoderno, este es el ejemplo más fino de su género.

El montaje es consciente de lo absurdo, lo épico y a la vez ridículo que convierte este programa en un acontecimiento cultural. Es un guiño tácito entre los creadores y los espectadores. Los que se indignan por La isla de las tentaciones me recuerdan al hombre al que vi indignarse en el Thyssen una vez porque decía que uno de los cuadros estaba colgado del revés (Wit of the staircase, de Anna Weyant). O le encuentras la gracia o no, pero tomárselo tan en serio indica que no pillaste el chiste. Denota que en vez de ser un sabio moralmente superior, en realidad eres un ingenuo. En otras palabras: A ver si el tonto eres tú.

 Cultura

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