Años en la clandestinidad: el camino imposible de los inmigrantes sin papeles en España

La piel curtida por el sol le suma varios años más de los que tiene. Aunque llegó a Madrid con el vigor de los treinta hace 15 años, hoy a sus 45, su cuerpo revela una fatiga agravada además por las secuelas de una covid que lo postró en cama durante meses. Grias Uddin, nacido en un pueblo de Bangladés, se ha pasado la última década y media buscándose la vida sobre el asfalto, vendiendo latas de cerveza, gaseosa y agua a turistas y peatones en las plazas céntricas madrileñas, a unos 8.500 kilómetros de donde nació. Aunque todo este tiempo ha estado aquí, para el Estado no existe. Ha vivido sin papeles, fuera del radar de la Administración. Nunca ha tenido un permiso o una autorización de residencia legal en un país que también es el suyo. Eso podría estar a punto de cambiar.

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 La regularización extraordinaria que se debate en el Congreso decide la suerte de decenas de miles de temporeros, internas, vendedores de calle y otros inmigrantes que han vivido incluso décadas en la sombra  

La piel curtida por el sol le suma varios años más de los que tiene. Aunque llegó a Madrid con el vigor de los treinta hace 15 años, hoy a sus 45, su cuerpo revela una fatiga agravada además por las secuelas de una covid que lo postró en cama durante meses. Grias Uddin, nacido en un pueblo de Bangladés, se ha pasado la última década y media buscándose la vida sobre el asfalto, vendiendo latas de cerveza, gaseosa y agua a turistas y peatones en las plazas céntricas madrileñas, a unos 8.500 kilómetros de donde nació. Aunque todo este tiempo ha estado aquí, para el Estado no existe. Ha vivido sin papeles, fuera del radar de la Administración. Nunca ha tenido un permiso o una autorización de residencia legal en un país que también es el suyo. Eso podría estar a punto de cambiar.

En los pasillos del Congreso se decide ahora mismo la suerte de alrededor de medio millón de inmigrantes que están en España hace años pero han vivido en la clandestinidad, en situación irregular. La iniciativa legislativa popular (ILP) que consiguió más de 600.000 firmas para una regularización extraordinaria de inmigrantes se ha desatascado después de más de un año de ostracismo y con un impulso renovado que el PSOE ha decidido darle después de haberse opuesto a ella por mucho tiempo. La medida, según sus promotores, tendría que alcanzar a quienes están en la mayor precariedad, empujados a los márgenes. Temporeros que trabajan en el campo, internas, vendedores de calle y decenas de miles que viven en la economía sumergida. Son los que se han quedado por fuera de los 200.000 inmigrantes que anualmente se han venido regularizando en los últimos años en España a través de la vía más habitual, demostrar arraigo en el país. Y no lo han logrado por un obstáculo insalvable: un contrato de trabajo óptimo.

Uddin ha intentado durante años hacerse a un contrato como esos, pero le ha resultado imposible. Un empleador que quisiese contratarlo tendría que estar dispuesto a pasar por el papeleo requerido y a esperar por meses hasta que una oficina de Extranjería apruebe el permiso de residencia para Uddin, cuando se trata de una plaza que tiene que llenar ya. La otra opción que tiene alguien como él es ilegal, pero es a la que muchos se ven empujados por los requisitos que impone la ley: comprar un contrato de trabajo. “No hay dinero para un contrato”, responde Uddin, en un precario español, cuando se le pregunta por qué después de 15 años en España aún no consigue sacarse papeles. Por ese papel que fingiría una relación laboral entre él y una empresa le han llegado a cobrar entre 5.000 y 10.000 euros. Hay un abismo enorme que le condena a la irregularidad.

A Ana Julieta Vallejo sus patrones la prefieren sin papeles. Colombiana, 50 años, llegada a España en noviembre de 2022, trabaja de lo mismo que han trabajado antes que ella decenas de miles de mujeres latinoamericanas en España: en limpieza y de interna al cuidado de personas mayores. En muchos casos, la condición con las familias que le contratan es que sea sin papeles. “No se someten a pagar una seguridad social, les cuesta más dinero”, dice en videollamada con EL PAÍS desde Palma de Mallorca. Incluso, ella ha llegado a ofrecerles un trato: con tal de que le den los papeles ella pagaría una parte de la seguridad social, “pero ni aun así” lo ha conseguido.

Vallejo había migrado a España después de escuchar que había trabajo. “La gente habla de que acá hay mucho trabajo, sí, yo no digo que no, hay trabajo, pero cuando llegas al lío de los papeles, hasta ahí llega la ilusión”. Tampoco ha tenido suerte en otros sectores: aunque todo el tiempo ve letreros colgados de “se busca estilista”, “se busca manicurista” —que de hecho es a lo que sí se dedicaba en Colombia— el requisito es el permiso de residencia. “Las puertas se cierran cuando tú no tienes papeles”, sentencia. Esos casi tres años que lleva en España en la clandestinidad son el peaje mínimo que el grueso de los inmigrantes tiene que pagar antes de conseguir regularizarse. El tiempo ha ido disminuyendo en los últimos años a través de consecutivas reformas. De hecho, la última, que entró en vigor el pasado mayo, permite regularizarse después de llevar dos años en España. Pero con un contrato de trabajo, principalmente.

Ana Julieta Vallejo, fotografiada en su casa ubicada en Palma de Mallorca.

La clandestinidad pasa factura. Estando al vaivén de los trabajos ocasionales, ella ha estado al borde de dormir en la acera. Solo le salvó una amiga que la acogió en el salón de su piso cuando ella no tenía para costearse una habitación. La comida la resolvía con organizaciones que apoyan a migrantes. “Yo he tenido momentos en que he pensado dejar todo y devolverme a Colombia, pero también me pregunto volver a qué”, dice. Ya se ha jugado todo para estar en España y pese a que aquí no tiene nada, en su país también tendría que empezar de cero. Aunque allí tiene una hija en la que piensa todos los días. “Yo vivo en dos mundos: quisiera estar allá, pero a la vez acá porque necesito ahorrar para comprarme allá una casa”.

A Uddin le pasa lo mismo. En Bangladés dejó a sus cuatro hijos (de 25, 22, 16 y 15 años) a los que no ve desde 2010 cuando llegó a España, porque no puede viajar para hacerlo. Vive en el barrio de Lavapiés en una litera de una habitación en la que viven ocho personas, en un piso en el que en total viven 16. Está empadronado en una organización que apoya a los inmigrantes bangladesíes pero cuando va al médico tiene que hacer malabares para que en el centro de salud no le vayan a enviar después una factura impagable.

Quieren trabajar y la economía española les necesita. Entre finales de 2019 y finales de 2024, un 76% de todos los puestos de trabajo creados en España fueron ocupados por inmigrantes, según el informe anual que el Banco de España publicó en mayo pasado. Los empresarios siguen quejándose de la dificultad para encontrar mano de obra y las cifras de vacantes sin cubrir registran un récord, con más de 152.000 al cierre del primer trimestre de 2025, según el INE.

El calor es insoportable en la chabola de palés y plástico en la que vive Bamba Cissé. Atiende la llamada con EL PAÍS en la calle, donde pasa el día para no achicharrarse bajo el precario techo que le hace de casa. Nacido en Gambia hace 50 años, llegó a España en 2007 a bordo de una patera que le dejó en Tenerife. Aunque está cerca de cumplir dos décadas en España, nunca ha tenido un permiso para vivir aquí de forma legal ni ha figurado en ningún registro de la Administración. Pero ha labrado el campo en Níjar (Almería), recogiendo en los invernaderos tomate, berenjena, pimiento, calabacín. La huerta de Europa la nutren migrantes como él y otros con los que vive en el mismo asentamiento, de Marruecos, de Ghana, de Senegal y algunos pocos de países de América Latina. La población ha crecido exponencialmente porque el campo les necesita, pero no ha ocurrido lo mismo con el parque de vivienda. Entonces se hacinan en asentamientos de chabolas, buena parte de ellos sin papeles.

Ahora Cissé no está trabajando. Una caída en bicicleta hace años cuando salía de trabajar le está cobrando su precio. Si pasa muchos días recogiendo, el dolor en una pierna se hace desesperante. Pero si no trabaja, no hay dinero para comer. Por años ha intentado conseguir sus papeles, pero siempre terminan rechazándole. La traba principal es que los contratos de trabajo que logra sacarle a algunos empleadores no cumplen los requisitos. En muchos casos de inmigrantes como él, la posible empresa que les contrataría no acredita los medios económicos suficientes o tiene deudas en la Seguridad Social o las oficinas de Extranjería consideran que ya han contratado muchos trabajadores y no ve justificados los nuevos fichajes. O, en otros casos, sencillamente, porque muchos de esos contratos son falsos y se han conseguido en el mercado ilegal. Ahora mismo Bamba Cissé está esperando respuesta a la última solicitud que hizo a través de la figura del arraigo, esta sí de la mano de una abogada del Servicio Jesuita para Migrantes (SJM).

Cissé no solo quiere sus papeles para poder trabajar en regla y labrarse un retiro digno, ahora que ha pasado de los 50 años. También porque podría volver a ver a sus hijos. Cuando se embarcó en una patera pasados sus 30, sus dos hijos estaban recién nacidos. Hoy deben ser unos chavales que rozan los 20. Habla con ellos con frecuencia. Añora sus documentos para poder abrazarlos de nuevo.

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